Esta isla italiana, punta avanzada hacia Túnez y África, es conocida en las noticias por sus crisis y dramas, relacionados especialmente con los desembarcos de migrantes provenientes del Mediterráneo. Se sabe menos que Lampedusa fue durante mucho tiempo una isla refugio, un « lugar santo compartido », entre cristianos y musulmanes, que encontraron allí un verdadero asilo…
Su nombre resuena frecuentemente en los canales de información, asociado a un triste rosario de tragedias y de sufrimiento humano, a una contabilidad abrumadora de naufragios, muertes y sobrevivientes. Sin embargo, este minúsculo territorio italiano de apenas 20 kilómetros cuadrados, perdido en algún lugar entre Sicilia y Libia, es conocido de manera superficial. Parece emerger de un pasado brumoso, desde el momento en que los focos de la actualidad lo han rodeado. No obstante, un paseo por la historia de este escollo encierra muchas sorpresas y giros dramáticos. En resumen, existe una Lampedusa antes de « Lampedusa », por así decirlo.
Lampedusa antes de Lampedusa
A lo largo de los siglos, el destino de la isla respira con el agua que la rodea. Tan lejos como se pueda remontar en el tiempo, se percibe un cruce marítimo importante, un nudo esencial de la circulación humana. Desde la Edad Media, y durante al menos seis siglos, Lampedusa es un lugar de entre dos en un espacio marítimo fuertemente dividido entre cristianos y musulmanes. Perpetuamente deshabitada, esta piedra plantada en medio de las olas goza de una posición neurálgica y, gracias a su neutralidad, se convierte en un punto de parada ineludible para los barcos, que allí encuentran agua, madera y alimentos. Abierta, generosa, nutricia, la isla también ofrece el abrigo de sus calas a cualquier nave en dificultad durante las frecuentes tormentas que azotan el mar. Cicatriz infinitesimal en la piel lisa del agua, Lampedusa es un espacio vacío y, sin embargo, central. Es como un ombligo secreto del Mediterráneo.
Un santuario compartido
Además, aquí surge un dispositivo simbólico sorprendente, inscribiéndose en el largo tiempo. Una pequeña cueva, escondida en los pliegues del territorio, acoge un culto singular. Una mitad de esta hendidura está reservada a la veneración de una imagen de la Virgen, la otra a la de un santo musulmán, cuyo sepulcro alberga. Los numerosos marineros que hacen escala en la isla nunca dejan de honrar este pequeño santuario, sin distinción de religión.
Los orígenes de esta configuración son remotos. Cuando las primeras referencias emergen en las fuentes escritas, a partir de la segunda mitad del siglo XVI, revelan una tradición ya bien arraigada. Desde entonces, a lo largo de las décadas, muchos testigos manifiestan regularmente su sorpresa ante la situación que descubren en la cueva, donde se amontonan numerosas ofrendas que los devotos católicos y musulmanes han depositado allí: monedas, anillos, colgantes, diademas, velas, candelas… Este surtido también incluye ropa y varios tipos de utensilios. Sin contar la presencia de alimentos, en forma de pan, queso, carne salada.
Los principales destinatarios de estas provisiones son los esclavos fugitivos o los náufragos, tanto cristianos como musulmanes. Gracias a estos bienes, pueden subsistir, a la espera de que un barco atraque y los lleve a bordo: no es necesario, en esta isla desierta, poseer la sagacidad de un Robinson Crusoe para sobrevivir en soledad. Gracias a la solidaridad colectiva, los medios necesarios están a disposición de cualquier persona que se pierda allí. A su vez, los marineros de paso tienen derecho a servirse de los objetos enterrados en la cueva, pero deben devolverlos posteriormente o bien depositar el equivalente de su valor. Según una creencia que todos comparten, independientemente de su religión, aquellos que infrinjan esta ley tácita, apropiándose indebidamente de algo, no podrán abandonar Lampedusa, ya que el viento y la tormenta se desatarían contra sus barcos.

Un lugar de encuentro pacífico entre cristianos y musulmanes
Esta isla sigue siendo un espacio de encuentro pacífico, en un mar atormentado por antagonismos obstinados y choques belicosos, donde la violencia puede estallar en cualquier momento. Con su decoración sobria y depurada, Lampedusa es una zona de contacto, una transición, un umbral. Solitaria en alta mar, ofrece la experiencia de un limen. Atracar en sus costas, penetrar en su interior, hasta la cueva-santuario, corresponde a una travesía hacia el más allá. En su paisaje de sol y viento, la isla permite un encuentro íntimo y sereno con el otro. Fomenta una suspensión de las hostilidades que llega hasta la ayuda mutua entre enemigos.
El milagro de Lampedusa no tiene directores de escena asignados. Ningún empresario eclesiástico ha intervenido en ella. El santuario y las tradiciones que lo rodean son el resultado de una creación espontánea y anónima: la obra de marineros, esclavos, corsarios. Sin embargo, la fama de la isla recorre todos los rincones del mar. La Madonna de Lampedusa tiene sus devotos en Marsella como en Livorno, en Túnez como en Trípoli.
La sorprendente convivencia interreligiosa, instalada de manera duradera en esta isla lejana, pronto se vuelve familiar para el público culto en Europa. En el siglo XVIII, Lampedusa hace su entrada en los salones parisinos donde se reúne la intelligentsia de las Luces. Símbolo de apertura religiosa, al que se hace referencia de manera a menudo indirecta, se insinúa en las reflexiones de las mentes más finas del siglo y se desliza en algunas páginas de autores importantes, como Denis Diderot o Jean-Jacques Rousseau.
Esta larga historia con aires de cuento de hadas y mitos concluye hacia mediados del siglo XIX, cuando el Reino de las Dos Sicilias se lanza a la colonización de la isla. La cueva-santuario es entonces remodelada y desaparecen las instalaciones relacionadas con el culto musulmán. La tradición de compartir interreligiosamente llega a su fin y el mito de Lampedusa cae en un letargo.
Una isla frontera
Hoy, nuevamente isla-frontera, Lampedusa retoma su antigua vocación de lugar de transición y contacto. Ha vuelto a ser un limen, pero en un espacio sobrepoblado, verdadero bazar de la diferencia, donde, a duras penas, coexisten grupos dispares y a menudo antitéticos: migrantes, turistas, población local, militares, funcionarios de la UE y de la ONU, personal de ONG, activistas, artistas... En este magma incierto se detectan los gérmenes de nuevas prácticas de apertura y paz. Estas buscan prevenir los naufragios, socorrer a los barcos en dificultad, asistir a los sobrevivientes, honrar a los muertos, preservar tanto como sea posible su memoria… Voluntarios venidos de lejos y segmentos de la población local se esfuerzan juntos por devolver un poco de humanidad a la frontera, rechazando la transformación del mar en un muro de alambre de espino.
Lampedusa ha vuelto. Una vez más, como en un pasado lejano, una construcción colectiva, desde abajo, converge aquí y da forma a una isla abierta. Una vez más, como en el siglo de las Luces, Lampedusa está aquí para interpelar la conciencia europea.
Dionigi Albera, antropólogo, director de investigación honorario en el CNRS, es el creador del programa de investigación sobre “Los lugares santos compartidos” y comisario de la exposición del mismo nombre, cuya nueva versión se presentará en Roma, en la Villa Médicis en otoño de 2025.

Foto de portada: La puerta de Europa situada en el punto más al sur de la isla, es un monumento dedicado a los migrantes muertos y perdidos en el mar ©Dionigi Albera