A la hora en que se abre el cónclave para designar a su sucesor, el recuerdo del papa Francisco y su compromiso con los excluidos permanece vivo. Su primer viaje, a Lampedusa en 2013, anunciaba una prioridad clara: llevar la voz de los olvidados, denunciar la indiferencia ante los dramas migratorios, y encarnar una Iglesia cercana a las realidades humanas más duras. Una elección que se mantuvo intacta hasta su fallecimiento.
El 8 de julio de 2013, apenas cuatro meses después de su elección, Francisco se dirige a Lampedusa para su primera salida fuera del diócesis de Roma. Esta elección, lejos de ser trivial, sorprende y marca los espíritus. Porque esta pequeña isla italiana, a poco más de 100 km de las costas tunecinas, ha sido durante años un punto de llegada principal para los migrantes que vienen de África, a menudo arriesgando sus vidas.
Entrevistado unos días antes de esta visita, el párroco de la isla, aún incrédulo, confesaba a los medios que Lampedusa iba a convertirse, por un día, en «el corazón del mundo». Lejos de los viajes triunfales de sus predecesores, el papa deseaba un enfoque simple, casi confidencial. El Vaticano hablaba de una visita «sobria y discreta», motivada por el dolor causado por un reciente naufragio de migrantes en el Mediterráneo.
Una homilía impactante
Pero el impacto de este desplazamiento fue todo menos discreto. En el campo de deportes de la isla, Francisco pronuncia una homilía de una rareza intensa. Allí denuncia «la globalización de la indiferencia» y señala una responsabilidad colectiva en la tragedia de los muertos en el mar. Los migrantes, denuncia, «buscaban salir de situaciones difíciles para encontrar un poco de serenidad y paz; encontraron la muerte».
Este discurso resuena como una ruptura con una cierta reserva diplomática, más habitual en las costumbres del Vaticano. Es el tono de un pastor comprometido, indignado, que elige no desviar la mirada.
Este primer desplazamiento anunciaba lo que sería toda la trayectoria del papa Francisco: una atención constante a las «periferias», según sus propias palabras. Desde antes de su elección, el cardenal Bergoglio había exhortado a la Iglesia a «salir de sí misma» y a ir hacia «las periferias existenciales», donde se expresan el dolor, la injusticia, la soledad.
Ha puesto en práctica esta visión, viajando a zonas raramente visitadas por sus predecesores: Madagascar, Timor Oriental, la República Democrática del Congo, Cuba, Bangladés… Tanto destinos alejados de los centros de poder, elegidos para encarnar una Iglesia cercana a los pueblos.
Un Mediterráneo en alerta permanente
El Mediterráneo ocupa un lugar singular en este pontificado. Francisco ha visitado numerosos países de su entorno: Grecia, Chipre, Malta, Albania, Egipto, Palestina, Turquía, Israel… No por razones geopolíticas, sino para recordar que este mar, cuna de civilizaciones, se ha convertido en un cementerio y un espejo de las fracturas mundiales.
Francisco nunca ha relajado su atención a las cuestiones migratorias. En sus encíclicas y mensajes, ha hecho de ello un tema recurrente. Durante la 105ª Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, sintetiza su enfoque en cuatro verbos: acoger, proteger, promover, integrar. En Christus Vivit, una exhortación dirigida a los jóvenes, llega a calificar a los migrantes como «paradigma de nuestro tiempo».
El papa no ha dudado en interpelar a los líderes políticos. En febrero de 2025, unos meses antes de su desaparición, una carta dirigida a los obispos estadounidenses denunciaba un programa de deportaciones masivas. Allí escribía que «la conciencia correctamente formada no puede dejar de expresar su desacuerdo hacia toda medida que identifique tácita o explícitamente el estatus ilegal de algunos migrantes con la criminalidad».
Por este tipo de posiciones, se ha ganado la hostilidad de algunos responsables políticos, pero ha mantenido una línea constante: la de un Evangelio vivido sin compromisos.
Una memoria personal del exilio
Esta lucha no era abstracta para Francisco. Él mismo, descendiente de italianos que emigraron a Argentina a principios del siglo XX, llevaba en sí la memoria familiar del exilio y de la esperanza de una vida mejor. También le gustaba recordar que la Sagrada Familia tuvo que huir a Egipto para escapar de la violencia del rey Herodes: una huida que la convierte, decía, en «una familia de migrantes».
Este profundo vínculo con los migrantes ha atravesado todo su pontificado, hasta sus últimos días. Durante la misa fúnebre, el cardenal Giovanni Battista Re recordó que su primer viaje fue a Lampedusa, «isla símbolo del drama de la emigración». Y en la basílica de Santa María la Mayor, entre aquellos que vinieron a despedirse, los refugiados estaban presentes.

Foto de portada: El Papa Francisco durante su viaje a Lampedusa en 2013 © Vatican Media